Nos metimos en una sala pequeña, íntima. Oscura como todas las salas de cine.
Se cierra la puerta y nos encierran como al personaje de Edgar Allan Poe en su cuento "El barril de amontillado", en la eterna noche de estar con nosotros mismos. Según avanza la película, el personaje pasas a ser tu mismo, son tus pies los que no se mueven mas que unos centímetros, eres al que le falta el aire y siente calor (da igual que como en todos los cines, el aire acondicionado esté en el cero absoluto a -273º, pasarás calor) Y de esa comunión tuya con el actor nace la misma experiencia que sientes como si estuvieras en tu cama, en una noche sofocante de verano, constantemente desvelado por pesadillas y pensamientos. Es una película intranquila, desasosegante y dura, de un hombre que está en una caja, no hay más, el y la caja, y tú, que te retuerces con él, como una serpiente nebulosa, y digo serpiente porque todos los artilugios narrativos que usa esta película, giran en torno a los miedos profundos e internos del ser humano, los primitivos, la oscuridad, la muerte, la incomunicación, la locura, la maldad, la serpiente como elemento onírico y místico de un miedo atroz e inexplicable, que antes de salir en forma de grito, se ahoga dentro.
Los recursos técnicos que se aplican en la película merecen mención aparte. Son magistrales, sutiles y borrachos de ingenio. Como el montaje, invisibles como una tela de araña.
Del buen cine siempre se dice que se tiene que verse mas que leerse, pero en este caso, la palabra sería sentir, notarlo. Merece tu tiempo, que te entierren vivo (sólo por una hora y media) y verás que no hace falta 3D para que notes la arena y el sudor mezclarse. Cada astilla del ataúd cobra dimensiones y valores inconcebibles en el mundo real. El microcosmos laberíntico de la locura.
No voy a negaros que las licencias cinematográficas que debemos dar a la película son elevadas, pero no nos sacarán de la caja. Empezando por las tramas subtramadas con ejes políticos sobre las que circula la razón por la cual el hombre ha sido enterrado y siguiendo por los diálogos american style que, primero aceptamos, luego normalizamos, hoy ya nos suenan a falsos (aunque la realidad sea exactamente esa) Pero me lo trago, es un pastel.
Salgo de la sala cansado, igual que una mala noche dando vueltas en la cama, en la que no se cuando he podido dormir o cuando daba vueltas, no se nada, no se diferenciar mi experiencia real de la que veía en la pantalla. Sólo hay una cosa importante en una buena película, que te acuerdes de algo de ella después de haberla visto hace días, o mejor aún, que como un bizcocho, crezcan con los días esos pensamientos.
Yo tengo una imagen en la cabeza, pequeña, como el cromo que un niño lleva a todas partes, desenfocado pero preciso. Un detalle exacto de mi propio silencio un segundo antes de meterme en la cama, y...
He de reconocer que suelo sentir una profunda aversión visceral hacia el cine independiente norteamericano (el dichoso Indie), tan de súper moda en círculos intelectuales y en videoclubs súper alternativos. Detesto que algo circunstancial se transforme en un género propio, pero hay que admitir que gracias al Indie, hemos podido ver unas cuantas joyas cinematográficas maravillosas, entre ellas la demoledora Frozen River (2008).
La película de Courtney Hunt nos retrata la historia de dos mujeres desesperadas que pasan inmigrantes ilegales de Canadá a USA. Ray, ama de casa con dos hijos, lleva años ahorrando para comprarse la casa de sus sueños, pero su marido les abandona llevándose todo el dinero. Completamente arruinada y prácticamente sin dinero para comprar comida, conoce a Lila Littlewolf, una mujer mohawk un poco trastornada que le enseña una manera de conseguir dinero fácil, atravesando el inmenso y helado río Saint Lawrence.
Abrazados por un ambiente casi post-apocalíptico, gélido y enervantemente estático, se nos narra un cuento desesperado que aterra porque es real, porque es algo que ocurre y que nos puede estallar a todos por un inesperado mazazo sobre nuestra vida. No necesitamos ver como duerme la gente entre cartones en el interior de un cajero con una botella de JB al lado. Da más miedo que eso, porque la desesperación de Ray y Lila transcurre dentro del propio sistema, entre supermercados, bingos y colegios, en un lugar en el que no puedes dormir en la calle porque hace mucho, mucho frío.
Además del drama individual de las dos protagonistas, vemos un drama social generalizado que desde hace tiempo viene azotando, irónicamente, el país más rico del mundo: el declive de la clase media. Y aunque también se nos muestra seriamente el drama de la inmigración ilegal, éste se utiliza sobretodo para enseñarnos lo irónico de la situación:
LILA: Los cabezas de serpiente pagan para traerlos, y los ilegales trabajan para pagar la deuda.
RAY: ¿Cuanto cuesta traerlos?
LILA: 40, 50.000… depende de donde vengan. A veces tienen que trabajar durante años para pagarlo.
RAY: ¿¿Para venir aquí?? No me jodas.
Lo primero que puede seducirnos de Frozen River es el variado tono de su trama. Es un drama salvaje, pero también un poderoso Thriller. A veces incluso parece un documental, y otras una película del neorrealismo italiano (muy entretenida además). Eso le da una necesaria complejidad emocional a la historia, a pesar de ser, aparentemente, una película muy sencilla. Como la vida misma.
También nos seduce (y mucho) el trabajo de las dos actrices, interpretaciones que nos despellejan vivos por su absoluta fuerza y naturalidad. A través de ellas te lo creerás todo. Juntas hacen que el final de la película sea tan precioso.
Frozen River, sin embargo, brilla por su despiadada sensibilidad y realismo. La historia se siente y hace vibrar, es demasiado cierta, demasiado normal. Son pocas las películas que han llegado a un nivel semejante de autenticidad, tanto en la visión de un suceso como en la materialización de personajes; sin poesía barata, ni sensiblería americana. Está filmada con ternura y talento, como si vieras la vida a través de una ventana sin cristal. Hace frío, y te desnuda.
“Valhalla Rising” es una película del director Danés Nicolas Winding Refn, un realizador que ha destacado por su última película, “Bronson” (2009), pero que ha sido especialmente señalado por su trilogía “Pusher”, donde declaró ser un amante de la turbulenta violencia y crudeza humana, de la desgracia y la supervivencia.
“Valhalla Rising” cuenta una historia muy sencilla y explícita, sin pretensiones, tan cruda como el mensaje que lanza. Nos sitúa sobre el siglo X, en algún territorio nórdico donde los cristianos comienzan a hacer incursiones santas para convertir a los herejes y sus primitivas tradiciones. Mientras, un misterioso guerrero ciego de un ojo, “One-Eye”, pelea en lodazales de barro y mugre contra otros esclavos. Este enigmático personaje nunca muere, ni tampoco habla. Lo único que sabe hacer es matar, como una bestia.
Su propio instinto de vida le llevará a asesinar a sus captores para comenzar un viaje de exploración (tanto espacial como espiritual), un viaje de muerte y sangre.
“Valhalla Rising” nos introduce en un turbio mundo de supervivencia. El director nos invita a perseguir un relato cargado de poderosísimas imágenes que derraman violencia, sangre, oscuridad, ruina y destrucción.
La cámara en mano, en constante movimiento, inquieta y vibrante, nos golpea y nos hunde en ese desgarrador y brutal mundo. La textura de la imagen, sucia, pintada con colores grises y oscuros, manchan la retina y a sus personajes para describir un mundo esperpéntico y negro donde lo único que importa es quedar el último en pie. La idea de cólera y sangre también se contagia en las numerosas premoniciones que el protagonista, One-Eye, sufre. Nos meten en la cabeza del personaje. Vemos lo que él ve. Un mar abierto y toda la imagen teñida de rojo. El mar está situado como cielo y el cielo como mar. Ese mismo abismo sangriento es el abismo humano que sufre One-Eye, es la sed sangre.
El relato es tajante y contado con mucha precisión narrativa. Los diálogos apenas existen, y cuando se emplean, son únicamente por necesidad. Lo que tenemos en “Valhalla Rising” es un elogio al buen cine. El buen cine es el que cuenta una historia en imágenes y sonido y emociona. Los diálogos son opcionales. El espectador se emociona (ya sea con sorpresa, repulsión o angustia) únicamente “leyendo” esas imágenes. El poder del cine, la brujería cinematográfica.
En el apartado de sonido tenemos un magistral uso del silencio. El relato necesita pausas, reflexión, tiempo para respirar. En todos los planos podemos percibir elementos naturales inquietantes y caóticos. Corriente, vendavales, lluvia. La naturaleza también está furiosa. El mundo entero es violento y loco. La banda sonora también arropa el relato con sinfonías oscuras, afiladas y paranoicas.
Y por último, es importante hablar del ritmo de narración. Me recordó muchísimo a “Aguirre, la cólera de Dios” (Werner Herzog, 1972), un ritmo que desemboca en la locura, que ralentiza, un ritmo pesado, porque los viajes de exploración interna son largos, angustiosos, dolorosos. Es una película que se sufre, hasta el final, que contagia la enfermedad de la que presume, la enfermedad del instinto básico, la enfermedad de ser un animal.
Stanley Kubrick fue y será uno de los mejores directores de cine de la historia. No tuvo suficiente con masticar la sátira y comedia en “¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú” ni tampoco con revolucionar la ciencia ficción en “2001: Odisea en el espacio”. La violencia y el bizarrismo social de “La Naranja Mecánica” tampoco le detuvo, ni si quiera los films de trasfondo histórico como “Barry Lyndon” o el clásico “Espartaco”. Victorioso por tocar tantos géneros le faltaba arriesgarse en uno de los más complicados y retorcidos: el cine de terror. Universalizar el terror es un reto ya que no todos tenemos miedo a las mismas cosas. “El Resplandor” (The Shining), de 1980, narra cómo Jack Torrance, un hombre sereno y educado, se muda con su mujer y su hijo de 7 años a un enorme hotel que tendrá que vigilar y mantener durante un largo invierno. Un lugar tan aparentemente inocente y reconfortante como un hotel desocupado pasará a ser una prisión sin salida inundada de inquietudes; una ventana abierta hacia la demencia humana.
Poco a poco, Jack se ve atrapado en un infierno. Intenta escribir una novela, pero su mujer le interrumpe y le irrita. El niño solo empeora las cosas con sus travesuras. Jack ni duerme, ni vive y su paciencia se deshace entre las infinitas estancias del hotel. Pese a la inmensidad del edificio, Jack se siente asfixiado y encerrado porque nadie puede escuchar sus lamentos. Las únicas personas que tiene a su lado son justamente las que empiezan a descomponerle la cabeza.
El propio edificio que debe protegerle se convierte en su peor enemigo: un agujero negro donde se congela el tiempo. Los minutos parecen horas y las horas, días, que transcurren como semanas o épocas enteras. La historia sucede en apenas un par de jornadas y la turbia sensación es que han pasado años dentro de ese lugar, inconexos de la civilización. La escrupulosidad de Kubrick al construir las imágenes es igual de terrorífica que la propia historia. Los espacios siempre se presentan con perspectivas muy generales que se mueven lentamente y nos empujan hacia una pesadilla sin frenos.
La banda sonora es igual de agobiante y turbadora, es un enfermizo ritmo de sonidos fríos y metálicos, un conjunto de notas que parecen gritar desde lo más profundo de un pozo y que terminan estallando en un éxtasis imparable.
Y es que hablamos de una película de culto, porque por muchos años que pasen (30 de momento) sigue conservando el aurea de angustia y maestría narrativa. Lo que se ve es lo que se cuenta, y lo demás no importa. Un film sin efectos especiales digitales, sin gore, sin monstruos. El Resplandor se levanta por dos actores principales, un edificio y una técnica apabullante.
Jamás se podrá borrar de la retina una puerta de ascensor abriéndose y vomitando un torrente de sangre que empaña toda la pantalla o unas gemelas agarradas de la mano y mirando fijamente a cámara. ¿No te morirías de miedo si tu marido intentara matarte a ti y a vuestro hijo con un hacha de leñador sin saber porqué?
El negro absoluto se apodera de la pantalla. Varios nombres de los que han hecho posible la película van descubriéndose, entre ellos, el del realizador Haneke. Alguien tose en la sala, y otros se terminan de acomodar. Algunas palomitas crujen al ser pisadas. Pasan unos segundos muy fríos y las letras desaparecen por completo. Nos dejan en el negro más concentrado y aterrador. Suena una voz de anciano. La voz nos presenta la zona y el contexto: estamos en un pueblo Alemán de 1914. El negro se va disolviendo mientras algo conquista tímidamente la pantalla. Un gran plano paisajístico aparece, dejándose tocar y sentir. Está perfectamente compuesto. La imagen está en blanco y negro, y ya marca una fuerte dualidad entre ambos colores. Vemos un jinete a caballo que se aproxima desde el horizonte. Parece un insignificante punto. Las toses han cesado, hay un perpetuo silencio de funeral en la sala; sólo se escuchan los trotes de caballo, que poco a poco se acercan.
El jinete tropieza con algo que no vemos, y que él tampoco ha visto, y sale propulsado del caballo. La bestia relincha de dolor y se retuerce, y el hombre que lo montaba está tendido en el suelo, demacrado. Una niña se asoma por un caserío que está justo en frente. Horrorizada, sale corriendo para ayudar.
Así empieza “La cinta blanca” (Das Weisse Band) la última película de la vieja monja Michael Haneke (cariñoso apodo que nace de su rostro y barbita de santa Claus que le da aspecto de monja inquisidora).
“La cinta blanca” es lo mismo que decir “La hostia silenciosa”, una descripción que usa mi amigo Paolo para hablar de las películas que hace este hombre. “La hostia silenciosa” surge de la personalidad común de todos sus films. Parece que nunca ves nada raro porque todo parece muy formal, pero en realidad te la han metido hasta el esófago, y te han enseñado lo más angustioso y visceral del ser humano.
En “La cinta blanca”, como en todas sus historias, los planos respiran y aguantan; puedes llegar a estirarte los pelos de la tensión. A veces quieres que te cambien de plano porque te ahogan las imágenes fijas y extremadamente fotográficas que retratan la inquietud con extrema delicadeza. Algunos creen que Haneke trabaja sólo, sin técnicos. Él le da al “record” de la cámara y se pira, volviendo media hora más tarde.
El ritmo de estas imágenes (montaje) trabaja lento, muy muy lento, casi a un nivel ensoñador. Pero esa lentitud es el ritmo que necesita “La cinta blanca”, porque sino sería otra cosa. Si estamos hablando de la cotidiana, monótona y gris vida de un pueblo alemán a principios del siglo XX, las imágenes y su compás tienen que sobrevenir a la misma velocidad que el carácter de esta historia.
Haneke nunca usa banda sonora, y “La cinta blanca” no es una excepción. Todo lo que se escucha proviene de una fuente de música que se ve dentro del plano, como una radio. El ambiente siempre es áspero, y se respira una religiosa inquietud. El sonido puede llegar a ser enfermizo.
Y es que por todas estas razones, “La cinta blanca” agobia e hipnotiza dentro de su crudeza visual y de su visceral horror. Te va dando hostias hasta dejarte desnudo y sometido bajo un poder que, incluso días más tarde de haber visto la película, todavía no sabes explicar. Da igual las veces que te duches, porque te sigues sintiendo sucio, manchado, es la mancha de la que habla “La cinta blanca”, una mancha negra que ensombrece la pureza de los más inocentes: los niños de ese pequeño pueblo.
Esos niños, representación de la inocencia y pureza, pueden llegar a ser más crueles y retorcidos que sus progenitores. El hecho de no ser consciente de que haces daño puede ser una pesadilla para la gente que te rodea, además de una amenaza. El engaño, la perversión, la mentira, la violencia, la envidia, la ira… girarán en torno a los más pequeños, devorándoles el corazón y cebándose con ellos hasta dejarlos tan negros como los negros que vemos al final del film; como dice Carlos Boyero (copio lo que él dice porque me ha gustado), comprobaremos que casi todo es negro, enigmático y tortuoso en ese universo regido por el orden, el supremo valor de las apariencias, la podredumbre moral.
Quiero terminar añadiendo que es la primera vez que he visto una película de Haneke, y esa hostia silenciosa me ha arrancado media cara. Sigo conmocionado. La extrema sencillez y perfección visual con la que se trata la historia es impactante. Terror e inocencia barajada a partes iguales.
Un niño y su hermana mayor comen sopa. El pequeño le pregunta a su hermana qué es morir, y si todos nos morimos. Y porque nos morimos. Ella no sabe contestar muy bien. Michael Haneke te deja sin palabras.
Hace unos días, volví a reencontrarme con éste clásico Disney de 1967 cuya fuerza olvidé al marginarla como mero recuerdo de la infancia. Pero ahora, el shock salvaje que me ha provocado esta película me obliga a escribir una merecidísima reseña.
(Casi) Todos conocemos ya la trama de El Libro de la Selva, las aventuras de un joven Mowgli a través de la inhóspita selva, acompañado por un oso vividor y una pantera rancia con el fin de llevar al niño con los humanos y salvarlo así de una muerte segura a manos de un tigre diabólico. ¿Típica historia Disney? Pues no.
No recuerdo ninguna otra cinta de la monopólica factoría que posea semejante contenido moral, idealista y filosófico. Y mucho menos, narrado con tantísima lucidez. No me he fumado un porro, no veo colores en el blanco y negro; cada diálogo y situación lo confirma con transparencia, se ve y se entiende sin pensarlo. Para un crío normal, El Libro de la Selva es un auténtico orgasmo de imágenes fastuosas, música a tope y frenesí, algo así como zamparse 20 sugus y 50 lenguas pica pica montado en la Rana de la feria. Para un adulto (sensible), es eso y mucho más, una lección de vida.
Durante toda la película, asistimos a una duelo maravilloso entre la optimista y drogada filosofía de vida del oso Baloo y el exasperante sentido de la responsabilidad de la pantera Bagheera. Un duelo que resulta maravilloso porque nos confirma la grandeza del equilibrio que se da entre la existencia plena, sencilla y epicúrea del vividor, y el necesario saber hacer de la frialdad mental del práctico. Vivir sólo del placer puede matarte, pero vivir severamente sin disfrute puede transformarte en zombi. Como si de un teatro se tratara, el oso y la pantera preparan (sin saberlo, pues no dejan de discutir) al joven Mogwli para la madurez. El refrán “cada oveja con su pareja” de El Libro de la Selva, no lo debemos entender mal: la obsesión de la curiosa pareja por llevar a Mogwli con los humanos no forma parte de un cristiano mensaje de limitación y catalogación. En absoluto, se trata sencillamente de destruir las falsas ideas modernas de que la selva (la naturaleza en su estado más puro) es un jardín de flores cantarinas que podemos manejar a nuestro antojo. El mensaje ecologista está muy presente en ese discurso, obviamente, pero construido muy lejos de las modas green actuales, mostrándose como una verdad tan clara y necesaria que su comprensión no puede estar sujeta a excusas.
El Libro de la Selva, por suerte, no es sólo eso. Debemos mencionar dos aspectos cinematográficos que hacen que la película de Wolfgang Reitherman sea una producción brillante: su narración y la banda sonora. La dirección es exquisita, no sólo nos expone una película elegantísima, si no que también la hace arrolladoramente entretenida, apoyada sobre un divertido guión muy práctico que no se pierde jamás en gilipolleces (uno de los grandes pecados que siempre comete Disney, la dilatación innecesaria) y que nos presenta la historia de forma rápida, sencilla pero también profunda, sacando todo el jugo posible a la efectiva estructura de La Divina Comedia que, a través de un guía nativo, le presenta al protagonista un mundo y unas ideas construidos mediante una serie de situaciones y personajes simbólicos muy concretos (la serpiente tentadora que confunde, los elefantes militares robóticos, los buitres tristes, el oso profeta, los monos avaros y mentirosos...).
Todo este pack se completa, finalmente, por una banda sonora que es gozo absoluto, el descontrolado hervidero de vida en una selva que nunca calla. La exótica partitura instrumental se mezcla con unas canciones frenéticas de ritmos alocados sabiamente al cargo de maestros como Louis Prima, Pat O’Malley o George Bruns. Con inspiradoras letras que, al son de rock, blues y el jazz más movido, crean este placer desatado que complementa a una narración práctica, la puntita final de ese equilibrio grandioso que acaba siendo El Libro de la Selva.
“Primavera, Verano, Otoño, Invierno…y Primavera”, dirigida en 2003 por el coreano Kim Ki-Duk, nos ofrece una proyección sencillísima, que no poco profunda, sobre el ciclo de la vida, basada concretamente en la cultura budista.
El film nos relata en potentes y fuertes imágenes la vida de un aprendiz budista, desde su infancia hasta su vejez. Cada estación del año, desde primavera hasta invierno, es, como en la naturaleza, una estación de su propia vida, donde se van manifestando los particulares cambios que nacen dentro del ser humano: la evolución, tanto física como espiritual.
Aunque la lectura de esta hermosa película puede hacerse globalmente, independientemente de qué cultura se siga o a qué religión se pertenezca, Kim Ki-Duk escogió la ideología budista para ejemplificar lo que para él significa la vida. El concepto y eje sobre el que rota la película es el “Dukkah”, una de las cuatro Nobles Verdades del budismo, que puede traducirse como sufrimiento, aunque sea impreciso, pues con esto parece que Buda nos diga que la vida es sólo sufrimiento, algo que nos podría hacer pensar erróneamente que el budismo es pesimista. Para ser felices y llegar a auto realizarnos como personas, debemos recorrer un camino de dolor, angustia y sufrimiento, y este proceso es arduo y lento.
La película emerge con la infancia, dentro de la hermosa y virgen primavera, donde la idea de inocencia es el foco de atención. En la infancia no sabemos darle valor a las cosas, ni tampoco discernir entre el bien y el mal. Nos reímos de la vida, y de lo simple que aparenta ser, y el dolor, el sufrimiento y la muerte son conceptos inexistentes. En este momento se plantea el concepto de Dukkah, ya que ese desconocimiento del dolor le llevará a experimentarlo para saber que, para vivir plenamente, hay que sufrir. Un primer contacto.
Tras la primavera, nos adentramos en la calurosa y espesa estación de verano. En esta época, hallamos lentamente nuevos deseos en la vida. Queremos conocer nuevas experiencias, tocarlas y sentirlas, aunque tengamos que saltarnos las normas para conseguirlas (porque una vida de placer merece la pena). Anhelamos el amor y la pasión, que es fruto de un impulso natural de comunicarnos con otras personas.
Entre verano y otoño estaríamos envolviéndonos por la segunda Noble Verdad del budismo, dukkha-samudaya-ariyasacca: la sed de deseos sensoriales que termina por desatar el egoísmo y los actos más repugnantes del ser humano.
Así pues, se da paso a la inconsolable estación de otoño, siempre triste. Después de no poder frenar ese impulso de pasión y autoexploración sexual, y tras caer en el descontrol y la indisciplina, nos corrompe la ira, sentimiento que conduce a la irracionalidad, la locura y el asesinato.
Tras esa fase incendiaria, llegamos al escarchado invierno (y a la madurez) dónde afrontamos nuestros pecados, y buscamos la redención y la purga. En esta estación se describe y se metaboliza el concepto del equilibrio vital entre mente y cuerpo. Mediante este doloroso proceso, se paga por todo lo que hemos hecho e intentamos alcanzar la paz. Esto se basa en un viaje hacia la tercera Noble Verdad, que es Nibbana, una cesación de Dukkah. Para eliminar la avidez y el egoísmo hay que extinguir el deseo, es decir, debemos emprender la purificación, el sacrificio, el trabajo, la disciplina y la perseverancia.
Y en último lugar, tras el denso y sosegado aprendizaje sobre la vida, el camino termina cuándo alcanzamos la autorrealización y la cumbre espiritual. En esta cumbre, volvemos a la mística y floral primavera, dónde toda vida renace de nuevo, y dónde la oscuridad desaparece para que vivos colores se adueñan poderosamente de toda la pantalla. Una proyección del Noble Óctuple Sendero, la cuarta Noble Verdad, el Camino Medio, ya que el personaje aprende a encontrar su centro, el equilibrio tanto en la felicidad que provocan los sentidos, como en el sufrimiento.
En definitiva, “Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera” es un buceo dentro de un cuento metafórico lleno de simbolismos, narrado con una impecable realización que reluce por su simplicidad. Kim Ki-Duk ha demostrado ser capaz de plasmar con extrema perfección la naturalidad de la vida, porque ésta es igual de campechana, sin pretensiones. No tenemos porque mentir, camuflar, manipular o exagerar este cuento: la vida es así de simple.
-Este artículo está dedicado a tres personas: A Miguel Galván por darme la oportunidad de escribir en este fantástico Blog. A Rubén Feijoo por aconsejarme y dejarme la película. Y a Toni Cardona, tanto por recomendármela, como por su inconmensurable ayuda sobre la cultura budista. Gracias a todos.