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La supervivencia humana: Valhalla Rising

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“Valhalla Rising” es una película del director Danés Nicolas Winding Refn, un realizador que ha destacado por su última película, “Bronson” (2009), pero que ha sido especialmente señalado por su trilogía “Pusher”, donde declaró ser un amante de la turbulenta violencia y crudeza humana, de la desgracia y la supervivencia.

“Valhalla Rising” cuenta una historia muy sencilla y explícita, sin pretensiones, tan cruda como el mensaje que lanza. Nos sitúa sobre el siglo X, en algún territorio nórdico donde los cristianos comienzan a hacer incursiones santas para convertir a los herejes y sus primitivas tradiciones. Mientras, un misterioso guerrero ciego de un ojo, “One-Eye”, pelea en lodazales de barro y mugre contra otros esclavos. Este enigmático personaje nunca muere, ni tampoco habla. Lo único que sabe hacer es matar, como una bestia.

Su propio instinto de vida le llevará a asesinar a sus captores para comenzar un viaje de exploración (tanto espacial como espiritual), un viaje de muerte y sangre.

“Valhalla Rising” nos introduce en un turbio mundo de supervivencia. El director nos invita a perseguir un relato cargado de poderosísimas imágenes que derraman violencia, sangre, oscuridad, ruina y destrucción.

La cámara en mano, en constante movimiento, inquieta y vibrante, nos golpea y nos hunde en ese desgarrador y brutal mundo. La textura de la imagen, sucia, pintada con colores grises y oscuros, manchan la retina y a sus personajes para describir un mundo esperpéntico y negro donde lo único que importa es quedar el último en pie. La idea de cólera y sangre también se contagia en las numerosas premoniciones que el protagonista, One-Eye, sufre. Nos meten en la cabeza del personaje. Vemos lo que él ve. Un mar abierto y toda la imagen teñida de rojo. El mar está situado como cielo y el cielo como mar. Ese mismo abismo sangriento es el abismo humano que sufre One-Eye, es la sed sangre.

El relato es tajante y contado con mucha precisión narrativa. Los diálogos apenas existen, y cuando se emplean, son únicamente por necesidad. Lo que tenemos en “Valhalla Rising” es un elogio al buen cine. El buen cine es el que cuenta una historia en imágenes y sonido y emociona. Los diálogos son opcionales. El espectador se emociona (ya sea con sorpresa, repulsión o angustia) únicamente “leyendo” esas imágenes. El poder del cine, la brujería cinematográfica.

En el apartado de sonido tenemos un magistral uso del silencio. El relato necesita pausas, reflexión, tiempo para respirar. En todos los planos podemos percibir elementos naturales inquietantes y caóticos. Corriente, vendavales, lluvia. La naturaleza también está furiosa. El mundo entero es violento y loco. La banda sonora también arropa el relato con sinfonías oscuras, afiladas y paranoicas.

Y por último, es importante hablar del ritmo de narración. Me recordó muchísimo a “Aguirre, la cólera de Dios” (Werner Herzog, 1972), un ritmo que desemboca en la locura, que ralentiza, un ritmo pesado, porque los viajes de exploración interna son largos, angustiosos, dolorosos. Es una película que se sufre, hasta el final, que contagia la enfermedad de la que presume, la enfermedad del instinto básico, la enfermedad de ser un animal.




La locura del hombre: El Resplandor

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Stanley Kubrick fue y será uno de los mejores directores de cine de la historia. No tuvo suficiente con masticar la sátira y comedia en “¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú” ni tampoco con revolucionar la ciencia ficción en “2001: Odisea en el espacio”. La violencia y el bizarrismo social de “La Naranja Mecánica” tampoco le detuvo, ni si quiera los films de trasfondo histórico como “Barry Lyndon” o el clásico “Espartaco”. Victorioso por tocar tantos géneros le faltaba arriesgarse en uno de los más complicados y retorcidos: el cine de terror. Universalizar el terror es un reto ya que no todos tenemos miedo a las mismas cosas. “El Resplandor” (The Shining), de 1980, narra cómo Jack Torrance, un hombre sereno y educado, se muda con su mujer y su hijo de 7 años a un enorme hotel que tendrá que vigilar y mantener durante un largo invierno. Un lugar tan aparentemente inocente y reconfortante como un hotel desocupado pasará a ser una prisión sin salida inundada de inquietudes; una ventana abierta hacia la demencia humana.


Poco a poco, Jack se ve atrapado en un infierno. Intenta escribir una novela, pero su mujer le interrumpe y le irrita. El niño solo empeora las cosas con sus travesuras. Jack ni duerme, ni vive y su paciencia se deshace entre las infinitas estancias del hotel. Pese a la inmensidad del edificio,
Jack se siente asfixiado y encerrado porque nadie puede escuchar sus lamentos. Las únicas personas que tiene a su lado son justamente las que empiezan a descomponerle la cabeza.

El propio edificio que debe protegerle se convierte en su peor enemigo: un agujero negro donde se congela el tiempo. Los minutos parecen horas y las horas, días, que transcurren como semanas o épocas enteras. La historia sucede en apenas un par de jornadas y la turbia sensación es que han pasado años dentro de ese lugar,
inconexos de la civilización. La escrupulosidad de Kubrick al construir las imágenes es igual de terrorífica que la propia historia. Los espacios siempre se presentan con perspectivas muy generales que se mueven lentamente y nos empujan hacia una pesadilla sin frenos.

La banda sonora es igual de agobiante y turbadora, es un enfermizo ritmo de sonidos fríos y metálicos, un conjunto de notas que parecen gritar desde lo más profundo de un pozo y que terminan estallando en un
éxtasis imparable.

Y es que hablamos de una
película de culto, porque por muchos años que pasen (30 de momento) sigue conservando el aurea de angustia y maestría narrativa. Lo que se ve es lo que se cuenta, y lo demás no importa. Un film sin efectos especiales digitales, sin gore, sin monstruos. El Resplandor se levanta por dos actores principales, un edificio y una técnica apabullante.

Jamás se podrá borrar de la retina una puerta de ascensor abriéndose y vomitando un torrente de sangre que empaña toda la pantalla o unas gemelas agarradas de la mano y mirando fijamente a cámara.
¿No te morirías de miedo si tu marido intentara matarte a ti y a vuestro hijo con un hacha de leñador sin saber porqué?


La hostia silenciosa: La cinta blanca

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El negro absoluto se apodera de la pantalla. Varios nombres de los que han hecho posible la película van descubriéndose, entre ellos, el del realizador Haneke. Alguien tose en la sala, y otros se terminan de acomodar. Algunas palomitas crujen al ser pisadas. Pasan unos segundos muy fríos y las letras desaparecen por completo. Nos dejan en el negro más concentrado y aterrador.
Suena una voz de anciano. La voz nos presenta la zona y el contexto: estamos en un pueblo Alemán de 1914. El negro se va disolviendo mientras algo conquista tímidamente la pantalla. Un gran plano paisajístico aparece, dejándose tocar y sentir. Está perfectamente compuesto. La imagen está en blanco y negro, y ya marca una fuerte dualidad entre ambos colores. Vemos un jinete a caballo que se aproxima desde el horizonte. Parece un insignificante punto. Las toses han cesado, hay un perpetuo silencio de funeral en la sala; sólo se escuchan los trotes de caballo, que poco a poco se acercan.

El jinete tropieza con algo que no vemos, y que él tampoco ha visto, y sale propulsado del caballo. La bestia relincha de dolor y se retuerce, y el hombre que lo montaba está tendido en el suelo, demacrado. Una niña se asoma por un caserío que está justo en frente. Horrorizada, sale corriendo para ayudar.

Así empieza “La cinta blanca” (Das Weisse Band) la última película de la vieja monja Michael Haneke (cariñoso apodo que nace de su rostro y barbita de santa Claus que le da aspecto de monja inquisidora).

“La cinta blanca” es lo mismo que decir “La hostia silenciosa”, una descripción que usa mi amigo Paolo para hablar de las películas que hace este hombre. “La hostia silenciosa” surge de la personalidad común de todos sus films. Parece que nunca ves nada raro porque todo parece muy formal, pero en realidad te la han metido hasta el esófago, y te han enseñado lo más angustioso y visceral del ser humano.

En “La cinta blanca”, como en todas sus historias, los planos respiran y aguantan; puedes llegar a estirarte los pelos de la tensión. A veces quieres que te cambien de plano porque te ahogan las imágenes fijas y extremadamente fotográficas que retratan la inquietud con extrema delicadeza. Algunos creen que Haneke trabaja sólo, sin técnicos. Él le da al “record” de la cámara y se pira, volviendo media hora más tarde.

El ritmo de estas imágenes (montaje) trabaja lento, muy muy lento, casi a un nivel ensoñador. Pero esa lentitud es el ritmo que necesita “La cinta blanca”, porque sino sería otra cosa. Si estamos hablando de la cotidiana, monótona y gris vida de un pueblo alemán a principios del siglo XX, las imágenes y su compás tienen que sobrevenir a la misma velocidad que el carácter de esta historia.

Haneke nunca usa banda sonora, y “La cinta blanca” no es una excepción. Todo lo que se escucha proviene de una fuente de música que se ve dentro del plano, como una radio. El ambiente siempre es áspero, y se respira una religiosa inquietud. El sonido puede llegar a ser enfermizo.

Y es que por todas estas razones, “La cinta blanca” agobia e hipnotiza dentro de su crudeza visual y de su visceral horror. Te va dando hostias hasta dejarte desnudo y sometido bajo un poder que, incluso días más tarde de haber visto la película, todavía no sabes explicar. Da igual las veces que te duches, porque te sigues sintiendo sucio, manchado, es la mancha de la que habla “La cinta blanca”, una mancha negra que ensombrece la pureza de los más inocentes: los niños de ese pequeño pueblo.

Esos niños, representación de la inocencia y pureza, pueden llegar a ser más crueles y retorcidos que sus progenitores. El hecho de no ser consciente de que haces daño puede ser una pesadilla para la gente que te rodea, además de una amenaza. El engaño, la perversión, la mentira, la violencia, la envidia, la ira… girarán en torno a los más pequeños, devorándoles el corazón y cebándose con ellos hasta dejarlos tan negros como los negros que vemos al final del film; como dice Carlos Boyero (copio lo que él dice porque me ha gustado), comprobaremos que casi todo es negro, enigmático y tortuoso en ese universo regido por el orden, el supremo valor de las apariencias, la podredumbre moral.

Quiero terminar añadiendo que es la primera vez que he visto una película de Haneke, y esa hostia silenciosa me ha arrancado media cara. Sigo conmocionado. La extrema sencillez y perfección visual con la que se trata la historia es impactante. Terror e inocencia barajada a partes iguales.

Un niño y su hermana mayor comen sopa. El pequeño le pregunta a su hermana qué es morir, y si todos nos morimos. Y porque nos morimos. Ella no sabe contestar muy bien. Michael Haneke te deja sin palabras.

El Ciclo: Primavera, Verano, Otoño, Invierno...y Primavera

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“Primavera, Verano, Otoño, Invierno…y Primavera”, dirigida en 2003 por el coreano Kim Ki-Duk, nos ofrece una proyección sencillísima, que no poco profunda, sobre el ciclo de la vida, basada concretamente en la cultura budista.


El film nos relata en potentes y fuertes imágenes la vida de un aprendiz budista, desde su infancia hasta su vejez. Cada estación del año, desde primavera hasta invierno, es, como en la naturaleza, una estación de su propia vida, donde se van manifestando los particulares cambios que nacen dentro del ser humano: la evolución, tanto física como espiritual.

Aunque la lectura de esta hermosa película puede hacerse globalmente, independientemente de qué cultura se siga o a qué religión se pertenezca, Kim Ki-Duk escogió la ideología budista para ejemplificar lo que para él significa la vida. El concepto y eje sobre el que rota la película es el “Dukkah”, una de las cuatro Nobles Verdades del budismo, que puede traducirse como sufrimiento, aunque sea impreciso, pues con esto parece que Buda nos diga que la vida es sólo sufrimiento, algo que nos podría hacer pensar erróneamente que el budismo es pesimista. Para ser felices y llegar a auto realizarnos como personas, debemos recorrer un camino de dolor, angustia y sufrimiento, y este proceso es arduo y lento.

La película emerge con la infancia, dentro de la hermosa y virgen primavera, donde la idea de inocencia es el foco de atención. En la infancia no sabemos darle valor a las cosas, ni tampoco discernir entre el bien y el mal. Nos reímos de la vida, y de lo simple que aparenta ser, y el dolor, el sufrimiento y la muerte son conceptos inexistentes. En este momento se plantea el concepto de Dukkah, ya que ese desconocimiento del dolor le llevará a experimentarlo para saber que, para vivir plenamente, hay que sufrir. Un primer contacto.

Tras la primavera, nos adentramos en la calurosa y espesa estación de verano. En esta época, hallamos lentamente nuevos deseos en la vida. Queremos conocer nuevas experiencias, tocarlas y sentirlas, aunque tengamos que saltarnos las normas para conseguirlas (porque una vida de placer merece la pena). Anhelamos el amor y la pasión, que es fruto de un impulso natural de comunicarnos con otras personas.

Entre verano y otoño estaríamos envolviéndonos por la segunda Noble Verdad del budismo, dukkha-samudaya-ariyasacca: la sed de deseos sensoriales que termina por desatar el egoísmo y los actos más repugnantes del ser humano.

Así pues, se da paso a la inconsolable estación de otoño, siempre triste. Después de no poder frenar ese impulso de pasión y autoexploración sexual, y tras caer en el descontrol y la indisciplina, nos corrompe la ira, sentimiento que conduce a la irracionalidad, la locura y el asesinato.

Tras esa fase incendiaria, llegamos al escarchado invierno (y a la madurez) dónde afrontamos nuestros pecados, y buscamos la redención y la purga. En esta estación se describe y se metaboliza el concepto del equilibrio vital entre mente y cuerpo. Mediante este doloroso proceso, se paga por todo lo que hemos hecho e intentamos alcanzar la paz. Esto se basa en un viaje hacia la tercera Noble Verdad, que es Nibbana, una cesación de Dukkah. Para eliminar la avidez y el egoísmo hay que extinguir el deseo, es decir, debemos emprender la purificación, el sacrificio, el trabajo, la disciplina y la perseverancia.

Y en último lugar, tras el denso y sosegado aprendizaje sobre la vida, el camino termina cuándo alcanzamos la autorrealización y la cumbre espiritual. En esta cumbre, volvemos a la mística y floral primavera, dónde toda vida renace de nuevo, y dónde la oscuridad desaparece para que vivos colores se adueñan poderosamente de toda la pantalla. Una proyección del Noble Óctuple Sendero, la cuarta Noble Verdad, el Camino Medio, ya que el personaje aprende a encontrar su centro, el equilibrio tanto en la felicidad que provocan los sentidos, como en el sufrimiento.

En definitiva, “Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera” es un buceo dentro de un cuento metafórico lleno de simbolismos, narrado con una impecable realización que reluce por su simplicidad. Kim Ki-Duk ha demostrado ser capaz de plasmar con extrema perfección la naturalidad de la vida, porque ésta es igual de campechana, sin pretensiones. No tenemos porque mentir, camuflar, manipular o exagerar este cuento: la vida es así de simple.

-Este artículo está dedicado a tres personas: A Miguel Galván por darme la oportunidad de escribir en este fantástico Blog. A Rubén Feijoo por aconsejarme y dejarme la película. Y a Toni Cardona, tanto por recomendármela, como por su inconmensurable ayuda sobre la cultura budista. Gracias a todos.


Los problemas sin respuesta: Un tipo serio

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Otra historia de los hermanos Coen que llega silenciosa y se desliza por debajo de la puerta, inadvertida, para luego atacarnos con su peligroso humor ácido.

Suena Jefferson Airplane, retrocedemos cuarenta años, y la historia nos sitúa en la vida de Larry Gopnik, un judío políticamente correcto. Larry se encuentra atascado en la vida porque empieza a tener todo tipo de problemas cuyo origen desconoce. Es un profesor de matemáticas, y no se entiende ni a sí mismo. El caos llega a su vida, y Larry cae en un abismo autodestructivo, dándose cuenta que ni sus matemáticas pueden darle sentido a todo lo que está pasando. Al hundirse en este indescifrable lodo (ese que consiste en sufrir problemas que no sabemos ni cómo han venido), Larry intenta encontrar respuestas en la élite de los rabinos sabios, y nos contagia la misma obsesión inconclusa, ¿qué es lo que está pasando?

Para los que no conozcan el cine de los Coen, “Un Tipo Serio” provocará escozor y sodomía audiovisual. Jamás entenderán qué han visto y tendrán pesadillas porque pensarán en las mentes retorcidas que han hecho posible algo así. Para los que se sienten adictos a las golosinas que acostumbran a darnos, descubrirán que en esta cinta se han dejado grapado algo totalmente personal y espiritual.

No quiero crear un mito snobista, pero ésta es la historia que llevaban persiguiendo durante muchos años. Tras “No es país para viejos”, que ganó cuatro Óscar, dos Globos de Oro y una lista de premios ilegible, y de “Quemar después de leer”, que vendió a un Brad Pitt gamberrete y un George Clooney esperpéntico, se nota que la taquilla y la crítica, como rara vez ocurre, se portó bien con ellos. Han ganado terreno y facilidades, y ese es justamente el precio para hacer lo que les ha dado la gana, que es una película a su medida, íntegramente libre, única.

En “Un Tipo Serio” todo forma parte de un complejo y retorcido mundo donde cada plano nos proyecta la cotidianidad de una forma encrespada. Las miradas de los personajes lo dicen todo, el diálogo únicamente entorpece más el desarrollo: es el desconocimiento de la vida misma. Los personajes, bizarros, son una estridente caricatura, son personas incomprensiblemente ineficaces, frías, muñecos raros que sólo empeoran la situación del protagonista y la desgastan. Todo lo que rodea a Larry se pone en su contra, nada es entendible.

Los problemas, que cada vez empeoran, crean una enorme bola de fuego muy típica en las películas de los Coen, una extraña bola letal que contagia tensión y atracción al pensar cuándo, dónde y contra qué va a estallar. Nos tropezamos con situaciones tan serenas y dramáticas, que no sabemos si llorar desconsoladamente o partirnos el culo de risa. Ese mismo principio de incertidumbre y de sentirnos perdidos por no saber cómo interpretar lo que está sucediendo es el mismo principio que afecta a Larry, y es lo que te hace trabajar el coco y te crea cosas por dentro del estómago. Es el mágico agujero de “Un Tipo Serio”, el huracán de mierda que envuelve toda la trama, el mismo huracán que llega a hacerse corpóreo y se manifiesta con fuerza.

La ridiculización de la religión judía también tiene su lugar, personificada como un embrollo farragoso de nombres y tradiciones impronunciables hasta para ellos mismos. Los judíos más sabios que atienden al desesperado Larry, supuesta panacea intelectual y espiritual, son el vacío más entristecedor, la nada. El no avance y la frustración, personas que sólo hablan de banalidades y cobran facturas.

Por último, la visión de que el mundo entero es algo raro, se hace una realidad en una historia independiente que nos cuentan al principio del film, una historia que podía ser perfectamente un cortometraje aparte. En ella, nos hablan sobre un anciano acusado de ser un dybbuk, un espíritu maligno nacido de la cultura judía y que puede poseer criaturas.
En este pequeño cuento, vemos a los Coen desnudar el folclore y la superstición; en realidad nos quieren contar que todo lo que ocurre en la vida, como al desgraciado y atormentado protagonista, no depende de un Dios omnipotente, sino de la trivialidad.

Y aún así, nos encaprichamos en buscar el misticismo dónde no lo hay, de la misma forma que Larry se refugia en la religión, el único sitio donde parece resguardado, intentando conocer la palabra de Yahveh, porque es demasiado cobarde como para enfrentarse a la vida él solo.

Por Romu A.