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“Primavera, Verano, Otoño, Invierno…y Primavera”, dirigida en 2003 por el coreano Kim Ki-Duk, nos ofrece una proyección sencillísima, que no poco profunda, sobre el ciclo de la vida, basada concretamente en la cultura budista.
El film nos relata en potentes y fuertes imágenes la vida de un aprendiz budista, desde su infancia hasta su vejez. Cada estación del año, desde primavera hasta invierno, es, como en la naturaleza, una estación de su propia vida, donde se van manifestando los particulares cambios que nacen dentro del ser humano: la evolución, tanto física como espiritual.
Aunque la lectura de esta hermosa película puede hacerse globalmente, independientemente de qué cultura se siga o a qué religión se pertenezca, Kim Ki-Duk escogió la ideología budista para ejemplificar lo que para él significa la vida. El concepto y eje sobre el que rota la película es el “Dukkah”, una de las cuatro Nobles Verdades del budismo, que puede traducirse como sufrimiento, aunque sea impreciso, pues con esto parece que Buda nos diga que la vida es sólo sufrimiento, algo que nos podría hacer pensar erróneamente que el budismo es pesimista. Para ser felices y llegar a auto realizarnos como personas, debemos recorrer un camino de dolor, angustia y sufrimiento, y este proceso es arduo y lento.
La película emerge con la infancia, dentro de la hermosa y virgen primavera, donde la idea de inocencia es el foco de atención. En la infancia no sabemos darle valor a las cosas, ni tampoco discernir entre el bien y el mal. Nos reímos de la vida, y de lo simple que aparenta ser, y el dolor, el sufrimiento y la muerte son conceptos inexistentes. En este momento se plantea el concepto de Dukkah, ya que ese desconocimiento del dolor le llevará a experimentarlo para saber que, para vivir plenamente, hay que sufrir. Un primer contacto.
Tras la primavera, nos adentramos en la calurosa y espesa estación de verano. En esta época, hallamos lentamente nuevos deseos en la vida. Queremos conocer nuevas experiencias, tocarlas y sentirlas, aunque tengamos que saltarnos las normas para conseguirlas (porque una vida de placer merece la pena). Anhelamos el amor y la pasión, que es fruto de un impulso natural de comunicarnos con otras personas.
Entre verano y otoño estaríamos envolviéndonos por la segunda Noble Verdad del budismo, dukkha-samudaya-ariyasacca: la sed de deseos sensoriales que termina por desatar el egoísmo y los actos más repugnantes del ser humano.
Así pues, se da paso a la inconsolable estación de otoño, siempre triste. Después de no poder frenar ese impulso de pasión y autoexploración sexual, y tras caer en el descontrol y la indisciplina, nos corrompe la ira, sentimiento que conduce a la irracionalidad, la locura y el asesinato.
Tras esa fase incendiaria, llegamos al escarchado invierno (y a la madurez) dónde afrontamos nuestros pecados, y buscamos la redención y la purga. En esta estación se describe y se metaboliza el concepto del equilibrio vital entre mente y cuerpo. Mediante este doloroso proceso, se paga por todo lo que hemos hecho e intentamos alcanzar la paz. Esto se basa en un viaje hacia la tercera Noble Verdad, que es Nibbana, una cesación de Dukkah. Para eliminar la avidez y el egoísmo hay que extinguir el deseo, es decir, debemos emprender la purificación, el sacrificio, el trabajo, la disciplina y la perseverancia.
Y en último lugar, tras el denso y sosegado aprendizaje sobre la vida, el camino termina cuándo alcanzamos la autorrealización y la cumbre espiritual. En esta cumbre, volvemos a la mística y floral primavera, dónde toda vida renace de nuevo, y dónde la oscuridad desaparece para que vivos colores se adueñan poderosamente de toda la pantalla. Una proyección del Noble Óctuple Sendero, la cuarta Noble Verdad, el Camino Medio, ya que el personaje aprende a encontrar su centro, el equilibrio tanto en la felicidad que provocan los sentidos, como en el sufrimiento.
En definitiva, “Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera” es un buceo dentro de un cuento metafórico lleno de simbolismos, narrado con una impecable realización que reluce por su simplicidad. Kim Ki-Duk ha demostrado ser capaz de plasmar con extrema perfección la naturalidad de la vida, porque ésta es igual de campechana, sin pretensiones. No tenemos porque mentir, camuflar, manipular o exagerar este cuento: la vida es así de simple.
-Este artículo está dedicado a tres personas: A Miguel Galván por darme la oportunidad de escribir en este fantástico Blog. A Rubén Feijoo por aconsejarme y dejarme la película. Y a Toni Cardona, tanto por recomendármela, como por su inconmensurable ayuda sobre la cultura budista. Gracias a todos.
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