Pocas veces el cine ha dado películas con un volumen emocional tan grande y atrevido como “La tumba de la luciérnagas”, obra cumbre del director japonés Isao Takahata, y realizada en 1988 bajo la protección del estudio de anime Ghibli. Basada en la perturbadora novela de Akiyuki Nosaka, nos narra las desventuras de Seita y de su hermanita Setsuko, huérfanos tras los bombardeos norteamericanos que sufre su pequeña ciudad durante la 2ªGuerra Mundial. Sin padres, ni dinero, sin casa y sin una mano amiga que les guíe, los dos hermanos se verán obligados a vagar y sobrevivir a toda costa en un país desolado por la guerra, donde la comida y el apoyo son bienes que difícilmente encontrarán.
Desde siempre, la visión de la guerra a través de los ojos de un niño ha provocado la conmoción en los espectadores de todo el mundo, seguramente por el violento contraste entre la inocente infancia y la crudeza de las batallas adultas. Esta técnica narrativa, como ya ocurrió en películas como “Juegos Prohibidos” y “El Imperio del Sol”, nos permite mostrar con más fuerza el sinsentido de las guerras reflejado en la mirada de sus jóvenes protagonistas, que nada tienen que ver en los conflictos, pero que suelen ser casi siempre las víctimas más desamparadas y cruelmente olvidadas. Pero a diferencia de otras películas del mismo tipo, “La tumba de las luciérnagas” nos da, a su vez, una visión muy real y deprimente del egoísmo y bravuconería que pueden llegar a imperar en una sociedad ahogada en el peligro y la escasez. La vida, pues, de dos menores de edad completamente solos y sin ningún tipo de recurso resulta bastante improbable. Por no decir imposible.
La violenta historia de Seito y Setsuko se nos presenta mediante una belleza insólita, introduciéndonos tanto a protagonistas como espectadores en un universo tan cruel como mágico. Porque hablamos de la infancia, donde a pesar de los horrores, siempre hay espacio para los sueños, los juegos y la diversión. Los dos hermanos, que se aman con locura, crean su propio feudo en unas cuevas apartadas de toda vida social, erigiendo una infraestructura emocional entre los dos de tal magnitud que los hace inmunes a las más horrendas barbaries de la guerra. Pero Seito es el hermano mayor, y por tanto, el responsable de encontrar alimentos, hasta de robarlos si es necesario, además de medicinas indispensables para luchar contra las enfermedades y la desnutrición. Mientras su hermano sale en busca de comida, Setsuko se encarga de mantener las cuevas habitables, limpias y ordenadas, mostrándonos un retrato precioso de unos chiquillos obligados a vivir (y muy alegremente) como un matrimonio adulto convencido de que su felicidad y el amor que los une serán eternos.
Hay algo en “La tumba de las luciérnagas” que nos estremece el espíritu. La inteligencia con la que se nos introduce en este metafórico mundo de horror y fantasía termina por embriagarnos; nos transforma en amigos invisibles e impasibles de estos dos jóvenes mártires de la guerra de los que acabamos enamorándonos intensamente. Como bien demuestra esa cajita de latón con caramelos en su interior que acompaña siempre a la niñita, la dulzura y la sencillez son los únicos bienes de los protagonistas, esa dulzura y colorido que los ha unido para siempre y que los clava en el corazón de todo aquel que se atreva a ver esta sobrecogedora y hermosa obra de arte.
Aquí os dejo un pequeño video que he montado para vosotros, con la canción de la escena final. Disfrutadlo.
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