En 1964, el mítico director John Huston se trasladó a México con su equipo para empezar la ambiciosa adaptación de la obra teatral de Tennessee Williams “La noche de la Iguana”, una de sus películas más célebres y también más problemáticas. Protagonizada por el trío protagonista más arrollador del cine norteamericano (Richard Burton, Ava Gardner y Deborah kerr), la película nos muestra el transcurso de una sola noche en un pequeño hotel bohemio de la costa mexicana, en el que se desarrolla una auténtica tempestad vital y emocional entre Shannon, un sacerdote alcohólico al borde de la locura y el suicidio al que le persigue una adolescente para seducirlo; Hannah, una pintora trotamundos de mediana edad con una tajante filosofía de vida, y la viuda Maxine, la propietaria del hotel, mujer de apasionada vitalidad aterrorizada ante la posibilidad de quedarse sola.
La peligrosa profundidad e ironía de diálogos y personajes nos sumergen en un exótico cuento sobre los diablos interiores que nos persiguen toda la vida y que, en ciertos momentos, pueden llegar a sumirnos en la más terrible de las pesadillas, haciéndonos enloquecer. El cura Shannon, acusado de pederastia, se encuentra caminando sobre una cuerda, tambaleándose; en un lado está el suicido, en el otro la vida tranquila y la aceptación de su propia verdad. El delirio en el que está sumido lo podemos sentir en el eterno sudor de su rostro, los ticks nerviosos producidos por su angustia en fase terminal, y su atropellada manera de hablar que lo hace, a veces, incomprensible. El espectador puede sentirse identificado en Shannon con el horror de no saber cómo escapar de una situación que le persigue desde hace años, de sucesos o verdades propias que ni el tiempo ni el olvido pueden curar, y contra los que hay que hacer frente en muchas ocasiones. El espectador ve en Shannon su propia angustia de vivir, de saber que no tiene el absoluto control de su vida y sus acciones, que existen cosas como la pasión, los impulsos, la ira y el amor que a veces deciden por nosotros. Finalmente, el espectador se ve reflejado en Shannon por el eterno afán de solución, de buscar principios y finales, de la fuerza inamovible que nos obliga (incluso contra nuestra voluntad) a seguir con esa despiadada y hermosa enfermedad que es la vida.
Pero hace falta un contraste, y el opuesto de Shannon es Maxine, la propietaria del hotel. Esta MUJER, en la película, representa la vida. Maxine vive, solo quiere vivir, es una bestia arrolladora y buena que no concibe el fracaso y una vida estática. Es la fuerza personificada, un torrente de existencia tan duro como sensual. Mujer firme, segura de sí misma, una líder nata, que hace lo posible para ayudar, por amor, a su amigo Shannon y ofrecerle un marco en el que poder descansar y recuperarse. Maxine es una madre, una amiga, una hermana y un sargento, pero tras toda dureza hay siempre algo inconsistente, y tras la fortaleza de Maxine hay una mujer que se deshace por momentos, una mujer que acaba de quedarse viuda de un hombre al que seguramente no amaba, y que huye constante y desesperadamente de la soledad. Una mujer que sabe que es hermosa y sexual, que sabe que es fuerte, que tiene vitalidad y genio, y que no está dispuesta a que sus 40 años de edad le arrebaten todo eso.
En “La noche de la Iguana” se nos presenta a dos personas deshechas, pero también a un auténtico ángel, una luz que guía a los desesperados proporcionándoles comprensión, visión y paz: Hannah, que llega al hotel acompañada de su moribundo abuelo poeta. Se ganan la vida de hotel en hotel, ella pinta retratos a los turistas y él recita sus poemas; han dado la vuelta al mundo varias veces, y así se pagan el transporte y el alojamiento. Hannah, mediante sus viajes y su visionaria mentalidad, ha ido adquiriendo una sabiduría demoledora. Tras su frágil aspecto, tranquilidad y su voz de seda se esconde una poderosa personalidad que todo lo ha visto, que todo lo entiende. Con su llegada al hotel llega también la esperanza, alguien que haga de árbitro y férreo consejero de un juego final en el que hay que ganar a toda costa; una voz amiga y sincera que, llegado el final de la película, se transforma en uno de los personajes más fascinantes e intensos que ha dado el cine.
La película no habría sido posible sin el inconmensurable talento de su reparto. Richard Burton sencillamente está genial, genial y delirante, tan desbocado e inquietante como su personaje. Junto a este monstruo intranquilo de la interpretación está Ava Gardner, que demostró con su Maxine que no solo era dos pechos voluptuosos y una presencia que incita al sexo, sino también una gran actriz, capaz de hacernos ver en su personaje risa y felicidad a la vez que tristeza y desesperación. Y finalmente, Deborah Kerr, que bien queda plasmado en pantalla como tuvo que gozar y sufrir con un caramelo tan delicioso en la boca como lo es su personaje, una actriz cuya elegancia y sobriedad le dieron a Hannah lo que realmente necesitaba, dos ojos y una voz en los que pudiéramos ver el tiempo y la vida en su máxima expresión.
A John Huston le fascinaban los diablos internos y las almas atormentadas, y eso no solo puede percibirse viendo toda su compleja filmografía al completo, sino también en cada minuto de “La noche de la Iguana”, en la que con un pulso increíble maneja todos los elementos de la película como el mayor de los directores de orquestra dándonos su visión más íntima de la escandalosa obra de Tennessee Williams. Hay que reconocerle el haber sabido dominar a las tres bestias de carácter protagonistas que a punto estuvieron de aniquilar el rodaje por sus constantes peleas. Y no es de extrañar, porque con semejante guión en las manos es fácil perder el juicio.
Aquí os dejo un video del trailer original de los 60.
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Otro vergonzoso descuido por mi parte, ya que no la he visto. Pero después de tu estimulante revisión, tendré que hicarle el diente, jojo.
Un abrazo, Miguel :)
Un abrazo Llop Gironí!