El negro absoluto se apodera de la pantalla. Varios nombres de los que han hecho posible la película van descubriéndose, entre ellos, el del realizador Haneke. Alguien tose en la sala, y otros se terminan de acomodar. Algunas palomitas crujen al ser pisadas. Pasan unos segundos muy fríos y las letras desaparecen por completo. Nos dejan en el negro más concentrado y aterrador.
Suena una voz de anciano. La voz nos presenta la zona y el contexto: estamos en un pueblo Alemán de 1914. El negro se va disolviendo mientras algo conquista tímidamente la pantalla. Un gran plano paisajístico aparece, dejándose tocar y sentir. Está perfectamente compuesto. La imagen está en blanco y negro, y ya marca una fuerte dualidad entre ambos colores. Vemos un jinete a caballo que se aproxima desde el horizonte. Parece un insignificante punto. Las toses han cesado, hay un perpetuo silencio de funeral en la sala; sólo se escuchan los trotes de caballo, que poco a poco se acercan.
El jinete tropieza con algo que no vemos, y que él tampoco ha visto, y sale propulsado del caballo. La bestia relincha de dolor y se retuerce, y el hombre que lo montaba está tendido en el suelo, demacrado. Una niña se asoma por un caserío que está justo en frente. Horrorizada, sale corriendo para ayudar.
Así empieza “La cinta blanca” (Das Weisse Band) la última película de la vieja monja Michael Haneke (cariñoso apodo que nace de su rostro y barbita de santa Claus que le da aspecto de monja inquisidora).
“La cinta blanca” es lo mismo que decir “La hostia silenciosa”, una descripción que usa mi amigo Paolo para hablar de las películas que hace este hombre. “La hostia silenciosa” surge de la personalidad común de todos sus films. Parece que nunca ves nada raro porque todo parece muy formal, pero en realidad te la han metido hasta el esófago, y te han enseñado lo más angustioso y visceral del ser humano.
En “La cinta blanca”, como en todas sus historias, los planos respiran y aguantan; puedes llegar a estirarte los pelos de la tensión. A veces quieres que te cambien de plano porque te ahogan las imágenes fijas y extremadamente fotográficas que retratan la inquietud con extrema delicadeza. Algunos creen que Haneke trabaja sólo, sin técnicos. Él le da al “record” de la cámara y se pira, volviendo media hora más tarde.
El ritmo de estas imágenes (montaje) trabaja lento, muy muy lento, casi a un nivel ensoñador. Pero esa lentitud es el ritmo que necesita “La cinta blanca”, porque sino sería otra cosa. Si estamos hablando de la cotidiana, monótona y gris vida de un pueblo alemán a principios del siglo XX, las imágenes y su compás tienen que sobrevenir a la misma velocidad que el carácter de esta historia.
Haneke nunca usa banda sonora, y “La cinta blanca” no es una excepción. Todo lo que se escucha proviene de una fuente de música que se ve dentro del plano, como una radio. El ambiente siempre es áspero, y se respira una religiosa inquietud. El sonido puede llegar a ser enfermizo.
Y es que por todas estas razones, “La cinta blanca” agobia e hipnotiza dentro de su crudeza visual y de su visceral horror. Te va dando hostias hasta dejarte desnudo y sometido bajo un poder que, incluso días más tarde de haber visto la película, todavía no sabes explicar. Da igual las veces que te duches, porque te sigues sintiendo sucio, manchado, es la mancha de la que habla “La cinta blanca”, una mancha negra que ensombrece la pureza de los más inocentes: los niños de ese pequeño pueblo.
Esos niños, representación de la inocencia y pureza, pueden llegar a ser más crueles y retorcidos que sus progenitores. El hecho de no ser consciente de que haces daño puede ser una pesadilla para la gente que te rodea, además de una amenaza. El engaño, la perversión, la mentira, la violencia, la envidia, la ira… girarán en torno a los más pequeños, devorándoles el corazón y cebándose con ellos hasta dejarlos tan negros como los negros que vemos al final del film; como dice Carlos Boyero (copio lo que él dice porque me ha gustado), comprobaremos que casi todo es negro, enigmático y tortuoso en ese universo regido por el orden, el supremo valor de las apariencias, la podredumbre moral.
Quiero terminar añadiendo que es la primera vez que he visto una película de Haneke, y esa hostia silenciosa me ha arrancado media cara. Sigo conmocionado. La extrema sencillez y perfección visual con la que se trata la historia es impactante. Terror e inocencia barajada a partes iguales.
Un niño y su hermana mayor comen sopa. El pequeño le pregunta a su hermana qué es morir, y si todos nos morimos. Y porque nos morimos. Ella no sabe contestar muy bien. Michael Haneke te deja sin palabras.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
La vieja monja, dice, jeje.
A mí el plano del tío, de espalda al espectador, cargándose las coles con la daga se me quemó en la retina. Y como esta escena, algunas más.
Aún así, no sé por qué, en ésta Haneke no me ofrecio nada (o más bien poquito) nuevo dentro de su filmografía.